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martes, 19 de agosto de 2014

La fibra ya supone el 73% de las nuevas líneas de banda ancha

La fibra óptica es ya una realidad en la banda ancha en España. Pese a la caída del consumo, el usuario demanda mayor velocidad a su conexión a Internet y apuesta por la tecnología que más se le ofrece. La banda ancha sumó 60.595 nuevas líneas en marzo, impulsada por las altas en fibra óptica hasta el hogar (FTTH), que han supuesto más del 73% de todas las nuevas líneas, según la nota mensual publicada por la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia. A finales de marzo se han contabilizado un total de 740.020 líneas de fibra, un 90% más respecto al año anterior.
El total de líneas de banda ancha ha aumentado un 6,1% respecto a marzo del año anterior, hasta superar los 12,4 millones de líneas, con una penetración de 26,6 líneas por cada 100 habitantes.
Por su parte, la telefonía móvil ha sumado en España en marzo 100.957 nuevas líneas. El aumento en las líneas de pospago (166.173) ha logrado compensar la caída en las líneas de prepago (-65.216). Las líneas dedicadas exclusivamente a datos bajaron en -25.086.
El parque de líneas móviles supera los 50,1 millones de líneas, un 0,5% más respecto al año anterior. Esto implica 107,3 líneas por cada 100 habitantes. En marzo, se han registrado 550.343 portabilidades —cambio de compañía conservando el número—, un 5,4% menos que el mismo mes del año anterior.
Los operadores móviles virtuales (Jazztel, Ono, Pepephone, etcétera) y Orange son los únicos que han obtenido una ganancia neta positiva de líneas. Los OMVs han sumado 250.684 nuevas líneas mientras que Orange se ha hecho con 2.110 nuevas líneas. Movistar registró una pérdida neta de -94.982 líneas, seguida de Vodafone (-39.823) y Yoigo (-17.032).

Agentes marroquíes agreden a los sin papeles en territorio español ante la mirada de la Guardia Civil

Obama tropieza de nuevo con la raza

Cuando Barack Obama ganó las elecciones presidenciales de 2008, el columnista Thomas Friedman proclamó en un artículo que finalmente la guerra civil americana había terminado. Casi 150 años después de la derrota del Sur esclavista ante la Unión liderada por Abraham Lincoln, un hombre de origen africano llegaba a la Casa Blanca. Obama, hijo de un negro de Kenia y una blanca de Kansas, triunfó presentándose como el candidato posracial, el que debía cerrar heridas profundas. Si un afroamericano era presidente, todo parecía posible.
Los sucesos en Ferguson (Misuri), donde la muerte de un negro desarmado a tiros de un policía blanco ha desatado protestas, violencia e intimidación policial, recuerdan que aquella historia —las décadas de esclavitud, segregación, discriminación y marginalidad— no ha acabado. Casi siete años después de llegar a la Casa Blanca, las tensiones raciales se convierten en un problema político de primer orden para el presidente.
Los sucedos en Ferguson recuerdan que la historia de las décadas de esclavitud, segregración, discriminación y marginalidad no ha acabado en EE UU
Que Ferguson, junto a la primera intervención militar en Irak desde la retirada de 2011, haya monopolizado la atención de Obama durante el veraneo en Martha's Vineyard (Massachusetts), da una idea de la gravedad de la crisis. Obama aprovechó ayer una interrupción prevista de las vacaciones para despachar en la Casa Blanca con el titular del Departamento de Justicia, el fiscal general Eric Holder. Holder, negro como él, ha reforzado el papel del Gobierno federal ante unas autoridades locales y estatales desbordadas.
El agente Darren Wilson, presunto autor de los disparos, está de baja con sueldo y en libertad. No ha sido acusado de ningún crimen.
La raza es uno de los argumentos recurrentes de la presidencia de Obama. Con reticencias, Obama ha acabado por intervenir. Lo hizo en 2009, al convocar un encuentro en la Casa Blanca entre su amigo, el profesor negro de Harvard, Henry Louis Gates, y James Crowley, el policía blanco que le había detenido en su propia casa. Y en 2012, la muerte del adolescente Trayvon Martin en Florida y la exoneración de su agresor, George Zimmerman, llevaron al presidente a intervenir en el debate y declarar que Martin podría ser hijo suyo.
Esta vez, Holder ha enviado a Misuri investigadores de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) para aclarar las circunstancias de la muerte de Michael Brown, que tenía 19 años cuando el 9 de agosto, Wilson le disparó por lo menos seis veces, dos de ellas en la cabeza, según una autopsia preliminar. El Gobierno federal ha ordenado una nueva autopsia —la tercera— del cadáver de Brown.
Nadie habla por el momento del envío de tropas federales para contener la espiral violenta. Pero el gobernador de Misuri, el demócrata Jay Nixon, desplegó la Guardia Nacional, la milicia estatal que en EE UU suele movilizarse en ocasiones como catástrofes naturales, pero también para afrontar situaciones de desorden público.
Ocurrió en 1992 en los disturbios de Los Ángeles y en 2005 tras la inundación en Nueva Orleans (Luisiana) por el huracán Katrina. Antes, en los años cincuenta y sesenta, Washington asumió el control de la Guardia Nacional y envió tropas federales para garantizar el cumplimiento de órdenes judiciales que prohibían la segregación. La desconfianza de los negros hacia las autoridades locales y estatales tiene tradición.
El despliegue de la Guardia Nacionalresponde a la escalada del domingo por la noche, cuando un grupo de personas —muchos llegados de fuera de Ferguson, una ciudad de 21.000 habitantes al norte de San Luis— se enfrentaron a la policía con cócteles molotov y con armas de fuego.
La del domingo al lunes —la segunda y, según anunció Nixon, última noche de toque de queda— fue la peor. El estallido llegó tras una semana de protestas mayoritariamente pacíficas, disturbios que evocaron imágenes propias de países inestables, el descubrimiento de la militarización y los excesos de la policía y una respuesta política titubeante que posiblemente haya contribuido a encender los ánimos.
El jueves, Ronald Johnson, capitán de la Patrulla de Carreteras de Misuri, tomó las riendas de la seguridad. Johnson es negro y creció en la zona.
Su llegada apaciguó los ánimos. Pero el viernes, la policía local, además de anunciar la identidad del agente que disparó a Brown, apuntó a Brown como responsable de un robo en un comercio cercano unos minutos antes del tiroteo. La divulgación de esta información indignó a la familia del muerto. Desde el viernes, las noches de fuego y gases regresan con fuerza.
La percepción de que la justicia no es igual para todos y la policía no les protege está extendida entre los afroamericanos. El problema es local —y tiene que ver con el declive de las grandes ciudades del Medio Oeste— pero va más allá, en la geografía y el tiempo. En Ferguson, una ciudad con un 67% de negros, hay 50 policías blancos y tres negros. El 38% de la población carcelaria de EE UU es negra; en ciudades como Washington, tres de cada cuatro jóvenes negros pasarán en algún momento de sus vidas por prisión.
La jurista Michelle Alexander ha definido este sistema como el “nuevo Jim Crow”, por el nombre que recibía el sistema de segregación legal instaurado en el Sur tras la guerra civil. “Estos jóvenes”, escribe Alexander en el libro de título homónimo, “forman parte de una subcasta encerrada y apartada de forma permanente de la corriente principal de la sociedad”.
La reducción de las sentencias por delitos menores y la persecución de la discriminación racial por parte de las fuerzas del orden es una prioridad de la Administración Obama. Pero la raza —el problema americano: el trauma no superado— es una cuestión delicada para el presidente. Una cuestión incluso íntima.
Obama sabe lo que es que la policía le pare o le someta a un registro más estrecho en un aeropuerto por el color de su pie. Es el presidente de todos los norteamericanos —también de los blancos atemorizados por fantasmas de gangs (bandas) y guetos en llamas— pero nadie como él puede empatizar con Michael Brown y su familia.
“Hay muy pocos afroamericanos en este país que no hayan tenido la experiencia de ser seguidos cuando van a comprar a unos grandes almacenes”, dijo una vez. “Esto me incluye a mí”.

La protesta en Misuri deriva en tiroteos tras llegar la Guardia Nacional

La tensión no se relaja en Ferguson, la pequeña ciudad de Misuri donde el 9 de agosto un joven negro que iba desarmado murió tiroteado por un policía blanco. La noche del lunes parecía más tranquila que la anterior. Pasadas las 10, empezaron los lanzamientos de botellas y cócteles molotov contra la policía, al tiempo que los agentes usaron gases lacrimógenos y dispositivos acústicos que emiten sonidos dolorosos para dispersar a los manifestantes.
En algunos momentos se oyeron disparos en la zona de West Florissant Avenue, la avenida de Ferguson donde se desarrollan las protestas. Dos personas resultaron heridas. El capitán de la patrulla de carreteras Ronald Johnson, responsable desde el jueves de la seguridad en las protestas y presencia constante en West Florissant, dijo que no fue la policía quien disparó sino alguien en la multitud.
“Vehículos de agentes recibieron disparos”, dijo Johnson a la cadena CNN. La policía se incautó de dos pistolas.
Entre los 31 arrestados se encuentran personas de California y Nueva York, añadió Johnson, que argumenta que los disturbios los provocan personas ajenas a Ferguson y que lo saqueos y enfrentamientos con la policía acaban dañando al comercio local.
Las escenas de tensión coincidieron con la primera noche sin toque de queda desde el sábado y la primera jornada en la que la Guardia Nacional —las milicias de los estados de EE UU— se desplegó en Ferguson. El despliegue de la Guardia Nacional —el primero en este estado desde la Segunda Guerra Mundial—pasó desapercibido y no intervino de forma directa en el control de la protestas.
Los choques llegaron tras un día y buena parte de la noche de protestas pacíficas en Ferguson. “Las manos arriba, no disparen”, coreaban los manifestantes, casi todos negros. “Sin justicia no hay paz”, es otro de los eslóganes. “Dejad de matarnos”, dice una pancarta.
Los manifestantes critican que Darren Wilson, el agente de la policía de Ferguson que mató a Michael Brown en una calle perpendicular a West Florissant, esté de baja con sueldo y no detenido. Más allá de esta demanda, las protestas han colocado en el centro del debate en EE UU las quejas entre la comunidad afroamericana por el racismo de las fuerzas policiales.
La rutina de la protestas consiste en subir y bajar por las aceras de un segmento de la avenida West Florissant. Antes de anochecer la presencia policial era discreta, aunque algunos grupos de agentes —casi todos blancos— se paseaban mostrando bastones y cintas para esposar a los detenidos.
Pero el ambiente era festivo. La aparición de rapero Nelly, originario de San Luis, la gran ciudad vecina de Ferguson, causó un pequeño tumulto. Hacía calor y un camión de venta de helados circulaba por la avenida.
Los medios de comunicación —cada vez más desde que las protestas comenzaron hace más de una semana— se concentran en un aparcamiento junto a la avenida y tienen un papel determinante. Los manifestantes son pocos durante el día —unos pocos millares— y se concentran en un segmento de una calle de una pequeña ciudad de un estado que raramente aparece en los telediarios.
Cuando el sol se puso, todo cambia. Fotógrafos, camarógrafos y otros periodistas prepararan el casco o tienen a mano una máscara antigás. Centenares de policías se amontonaron el lunes para cerrar el paso en medio de la avenida, frente al aparcamiento que hace de tribuna de prensa y por donde desfilaban las estrellas de la CNN y otras cadenas, alguna comparando Ferguson con Afganistán.
El capitán Johnson dijo a un grupo de periodistas que confiaba en que esta noche sería mejor que las anteriores. Defendió el derecho a manifestarse. Aseguró que él está allí para protegerlos. Señaló a los vándalos como culpables de arruinar unas protestas legítimas. Reconoció que la policía debe hacer más por acercarse a los ciudadanos. Entabló debates con algunas de las personas que piden justicia y acusan a la policía de brutalidad.
La multitud, que hasta entonces había desfilado por la acera o se había concentrado en otro aparcamiento cercano, saltó a la calzada y se colocó en frente de los antidisturbios. Pastores y líderes comunitarios intentaban convencerlos de que evitaran los choques. La policía les ordenó dispersarse o atenerse a las consecuencias.
Una hora más tarde, la protesta se había diluido sin apenas violencia. Con más periodistas y policías en la calle que manifestantes, no había rastro de los saqueadores ni los violentos venidos de fuera. La impresión era que, esta vez sí, las cosas se habían calmado. Estallidos lejanos —tiros de bala o disparos de gases lacrimógenos— indicaban que la noche no había terminado.