Cuando comenzó a gritar, su padre ya había desaparecido. Y ese
momento le cambió la vida. Ahora las cosas son difíciles para Mohamed.
Cada acto es un reto, casi una misión. Por ejemplo hablar con unos
amigos. Saca la cabeza primero, mira a un lado y a otro, frente a él dos
mujeres con el burka pasean y un niño juega con su bicicleta.
Finalmente, él sale de la tienda de comestibles con una botella de agua
en la mano, la ofrece a su amigo Ahmed y entra en el coche. Tiene miedo.
Y con razón. Pocos minutos después el muchacho de la bici silba y dos
coches de Policía aparecen de la nada. Mohamed sale corriendo, se
adentra en el laberinto de calles, abre una puerta y sigue con su vida.
Libertad de mentira. Es uno de los activistas de una asociación juvenil
de los derechos humanos en Bahrain. La escena sucedió ayer en Malkiya,
un pueblo de cerca de diez mil habitantes, a pocos minutos del circuito
de Sakhir.
En este lugar las protestas son diarias. En la mañana de ayer sus
calles amanecían con restos de una batalla. Las barricadas de
contenedores quemados, ladrillos y piedras se mezclan con el olor a
gasolina y gases lacrimógenos. La Policía volvió a tener trabajo la
noche anterior. Como casi todos los días desde que hace dos años la
oposición a la monarquía de este país se decidiera, alentada por las
revueltas en los países árabes que comenzaron en Egipto y Túnez, a
intentar cambiar las cosas. Difícil. La monarquía de Hamad bin Asi
Al-Khalifa comenzó entonces una represión importante que aún hoy
continúa. El de Bahrain es un conflicto olvidado. Y el gobierno quiere
que siga siendo así. Por esa razón intentan esconder lo que pasa a la
F-1.
El lugar donde comenzó la rebelión, la plaza de la Perla, ha
desaparecido y donde antes estaba la rotonda con un monumento, ahora
sólo hay arena y tanquetas vigilando. Cerca están varios hoteles de
Manama, la capital, y de ahí se inicia el viaje hasta el circuito. Pocos
kilómetros más allá hay una zona cerrada con el ejercito en cada
entrada. No es la única. Seguimos por la autopista principal que cruza
el país y lleva el nombre de un tío del actual rey, la Shaikh Khalifa
Bin Salman Highway. A ambos lados hay coches de Policía con los
cristales protegidos por rejillas. A mitad del camino nos encontramos
con neumáticos quemados en la carretera y una hoguera en el lado
derecho. En la mediana los carteles del gran premio siguen reclamando
glamour, acción y momentos en familia.
La mayor parte de los pilotos no tienen que hacer este camino para ir
al circuito. Se hospedan en un hotel de lujo más cercano. No se enteran
de lo que pasa. Ellos vienen a hacer su trabajo. Ayer Alonso lo resumió
así: "Aquí hay protestas que esperemos que encuentren las mejores
condiciones y la paz pronto. Es algo que tienen que resolver entre ellos
y nosotros venimos a dar un buen espectáculo para que el que venga y
para el que lo vea por sus casas". Y ya está. Demasiado incluso. Otros
ni siquiera se atreven a contestar a la pregunta más incomoda. Jean
Todt, el presidente de la FIA, no vendrá este año, pero escribió a la
oposición para decirles que "el deporte, y la F-1, puede tener un efecto
positivo en situaciones de conflicto".
En el paddock la normalidad es absoluta, sólo la lluvia y unos
cuantos rayos hacen diferente lo que se espera de este gran premio. Nada
más. En el exterior unos mariachis ensayan, poco más allá los zancudos
vestidos de pistoleros observan a unos bailarines rusos. La
organización ha previsto todo tipo de espectáculo para disolver el
ambiente de conflicto.
Hace unos días Ecclestone pidió a los corresponsales extranjeros que
dijesen la verdad de lo que sucede, aunque ayer reconoció en la Prensa
alemana que no era consciente de lo preocupante de la situación y que
cuando lo supo, era ya demasiado tarde. No es el único. Al Maskati,
presidente de una asociación por los derechos humanos, casi lo suplica:
"Por favor, no se queden en lo que pase en el circuito, aquí no suelen
entrar muchos periodista, necesitamos que cuenten lo que está pasando
aquí, la represión es continúa. Y es real". También el miedo. En
Malkiya, la Policía ha organizado una especie de fuerte en una de las
entradas. "Baje la cámara, por favor, que no vean la cámara. Problemas.
Problemas", advierte el chófer.
Malkiya es un pueblo con mayoría chiita, pero también viven los que
profesan las creencias de la minoría, la de los monarcas de Bahrain.
"Esta es una zona pobre, aquí no se trata de religión. Este es un
problema político y económico, sobre todo, pero intentan confundir.
Nosotros no tenemos dinero, ni apoyo de Irán, ni de nadie. Sólo tenemos
héroes que llorar", cuenta otro ciudadano.
Al lado aparece una de las pintadas que piden la cancelación del gran
premio. ¿Por qué no queréis la F-1? "Nos gusta la F-1, yo vi ganar a
Alonso en 2005, pero ahora no es el momento. Aquí están matando a la
gente, por favor. Ahora no, no queremos F-1 aquí", explica con
vehemencia Mohamed antes de tener que salir huyendo.